Aún saliendo por la puerta, ya tenía el cigarro en la boca. Lo encendió con un mechero amarillo, uno de los tantos que pasan por sus bolsillos diariamente. Iba a acercarse a uno de aquellos bares de cerca de la universidad, pero según cerró la puerta se dio cuenta de que para ahogar sus penas en un vaso no hacía falta hacer un trayecto tan largo. Bastaba con doblar la esquina, sentarse en la barra y pedir un whisky doble (mejor asegurarse, no vayan a saber nadar y un whisky normal no sea suficiente).
Cuando dejó de poder leer, sacó su teléfono móvil y releyó todos los mensajes recibidos. O eso creía ella, que inventaba a su antojo todas y cada una de las palabras que los remitentes habían tecleado.
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