Siempre me ha encantado. Subirme en el escenario y captar la atención de todas las miradas, colocándose vibrantes entre las cuerdas de mi guitarra a medida que los focos se encienden uno a uno. Y tocar la primera nota, y la segunda, y cambiar de acorde y, de repente, hacer retumbar todo el escenario. Con los amplificadores al máximo, con nuestra sangre hirviendo dentro de nuestras venas y arterias. Es por eso que un rato antes de salir siempre echaba un buen polvo, para tratar de enfriar un poco. Siempre hay alguna dispuesta a dejarse follar por una gran estrella del rock. Justo antes de salir nos reuníamos los 4, el bajista, el batería, la chica de la segunda guitarra y yo. Nos metíamos la cocaína y salíamos esperando que no tardase en subir.
Todos me decían: huye. Pero puedes correr tan rápido que a tu paso tiemble el universo, pero no escaparás. Ya se saben todos los escondites. Pero de todas formas yo tampoco quería escapar. Y mis padres me decían que bajase la música, pero nunca lo hacía porque el máximo volumen seguía siendo demasiado bajo y no conseguía tapar el ruido de mi conciencia. Luego las hormigas se volvían fluorescentes, se metían debajo de la cama con el monstruo de cuando era niño y tenían unos diálogos de lo más interesante. Pero después, cuando me acerqué a acariciar al gato, se convirtió en león.
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Es lo que tiene ser una estrella del Rock.
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