La luz entra por la ventana. Lo noto. Debí olvidar bajar la persiana anoche. Abro los ojos y miro el reloj: las 11:30. Ya va siendo hora de levantarse, pero creo que me quedaré un poco más en la cama. Me doy la vuelta y ahí estas, con esa cara de niño bueno que pones cuando duermes.
Te veo ahí tumbado, dormido, y no resisto la tentación. Me arrimo con cuidado y te abrazo por la espalda, pero tú ni lo notas. Aspiro tu aroma, ese que me vuelve loca cuando pasas delante de mí. Y, cómo si fuese una vampira a la que le crecen los colmillos al olor de la sangre, se me despiertan los instintos. Te beso el cuello, bajando a los hombros, volviendo a subir al cuello. Lo soplo un poquito, con cuidado y lo beso de nuevo. Entonces te pego un mordisquito, suave, mientras te acaricio el torso. Veo que abres un ojo, y me río. Te volteas y me sonríes, pícaro, probablemente no sepas ni qué día es, pero sabes lo que va a pasar. Entonces me abrazas fuerte, medio estirándote, saludándome mientras me besas. No lo aguanto más y te quito la camiseta mientras te colocas sobre mí. Me apartas el pelo y sigues besándome, sin importarte nada más.
Me coges las manos y me las sujetas por encima de mi cabeza, me quitas la camiseta, yo me dejo hacer. Y así, desnudándonos suavemente, despacio, va subiendo la temperatura. Apartamos las sábanas, y deja de existir el resto, sólo estamos tú y yo. Haciendo el amor en cada rincón de la casa, divertidos, salvajes, cariñosos y tiernos. Y cuando sentimos que ya no podemos más, tomamos el café de la mañana en el sofá, cómplices de delitos por los que no pueden condenarnos.
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